LEOPARDI, EL GORRIÓN SOLITARIO
- norbertoruizlima
- 25 ene 2016
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Llegué a Nápoles buscando a Plinio, el Viejo, y tropecé por casualidad con Leopardi.
Llegué a Nápoles tras las huellas de un joven comandante que mandó la caballería romana en la conquista de Germania y me encontré con un pobre enfermo malformado y solitario.
Llegué a Nápoles buscando al autor de la vasta Historia Natural y prefecto de la flota romana en Miseno en el momento de la erupción del Vesubio que sepultó Pompeya y me encontré con un moribundo que en su mano cerrada guardaba celosamente un papel con unos versos titulados “El gorrión solitario”, en los que andaba lamentándose de la juventud perdida; de una juventud miserable que lo abocó a encerrarse en sí mismo y a declararse poeta de la infelicidad y el desencanto.
Vestida de fiesta,

toda la juventud
deja sus casas y anda por las calles;
mira y es mirada, y en el corazón se alegra.
Yo, solitario, en esta remota parte de la tierra
me hiere el sol, que entre lejanos montes,
tras el día sereno,
cae y se esconde, y parece decir
que la dichosa juventud se esfuma.
Nada hay más triste que el lamento por los años perdidos, ni mayor pecado que no haber intentado con toda el alma la búsqueda de la felicidad, sin importar nuestra situación, nuestra condición física o el feroz destino que nos aguarda.
Si uno intenta ser infeliz, con poco esfuerzo, lo consigue. Si uno intenta ser feliz con toda su alma, puede que no lo consiga nunca, pero tal vez en algún momento toque la felicidad con alguno de sus dedos. Leopardi jamás tocó la felicidad con ninguno de sus dedos y en su lecho de muerte, me pareció oír que se arrepentía. Tú, gorrión solitario, en el ocaso
del vivir que han de darte las estrellas,
Mas a mí, si de vejez
el abominado umbral
evitar no pudiere,
cuando estos ojos estén mudos
y hueco les sea el mundo,
y el día futuro sea más tedioso
que el día presente,
¿qué me parecerán estos mis años?
¿qué de mí mismo? Así me lamentaré,
y sin consuelo volveré al pasado.
Ni el portar un físico desagradable o un alma extremadamente sensible, o cualquier otra razón exime de ese pecado: Hay que intentar buscar la felicidad y luchar por llenar nuestra alma de algo de alegría. La vida suele abrir mil caminos con mil puertas. Alguna llave habrá.

Sus jorobas le oprimían el pecho y le afectaban mucho a la respiración y al corazón, en los dos sentidos, el físico y el espiritual. Se recogió en su vida interior porque nada esperaba ya de su vida exterior.
De su madre, me contó, agonizando, que lo único cariñoso era su mirada. De su padre, el absurdo de la severidad de sus ideas y de sus sentimientos. Y de los amores que tuvo, ninguno fue correspondido, a pesar de amar locamente. Su adorada Fanny, sin haber posado sobre su piel uno de sus dedos, lo utilizaba para llegar a otros amantes, y lo llamaba cuando no estaba presente, mi jorobadito. La joven Silvia no cruzó más de dos palabras con él:
¡Qué suaves pensamientos,
qué esperanzas y ardores, Silvia mía!
¡Qué oferente nos era
la vida humana y el hado!
Cuando me acuerdo de tamaño anhelo,
un afecto me oprime sin consuelo,
y vuélveme a doler la desventura.
Y en ese rincón de su alma dolorida creció el desconsuelo hasta hacerle escribir en su Diálogo entre Tristán y un amigo:
Hoy no envidio ya ni a los necios ni a los sabios, ni a los grandes ni a los pequeños, ni a los débiles ni a los poderosos; envidio a los muertos, sólo por ellos me cambiaría.
Reconozco que ni sus padres; ni las mujeres, que no le dedicaron una mirada; ni sus amigos, que lo abandonaron; ni sus enemigos, que se cebaron con su alma, ayudaron a que Leopardi viviera; porque nadie ignora que vivir es amar.
Pero ese no es motivo, Giacomo, para que se te arrugara el corazón de esa manera. No, no es motivo. Ni tan siquiera, un pequeño rastro de felicidad merece la pena cambiarlo por estar entre los tres primeros poetas de Italia: Dante, Petrarca y Leopardi. No, Giacomo, primero es la vida y el alma. Aunque fueses un escritor de esos que ahora se denominan románticos.

Viéndolo, yacente, en esa casa oscura de Nápoles, recordé a Ulrika, que me dio a entender que nunca la esperanza de amar puede perderse, por mal que nos haya tratado la vida o la naturaleza, (todos nos merecemos un beso y todos nos merecemos un milagro, al menos, una vez en la vida):
Me apartó con suave firmeza y luego declaró:
- Seré tuya en la posada de Thorgate. Te pido mientras tanto que no me toques. Es mejor que así sea.
Para un hombre célibe entrado en años, el ofrecido amor es un don que ya no se espera. El milagro tiene derecho a imponer condiciones.
Pensé en mis mocedades de Popayán y en una muchacha de Texas, clara y esbelta como Ulrika, que me había negado su amor.
En Nápoles, poco antes de morir se libertó un poco de sus complejos, salía por las calles y ya no lo molestaban por las jorobas, ¿empezó a infundir miedo?, ¿o es que ya no le importaba? La epidemia de cólera se estaba comiendo Nápoles. Yo sólo viví Nápoles de noche. Así tras esta inmensidad se anega el pensamiento; y dulcemente en este mar naufrago. Agarró con fuerza los versos que tenía entre sus dedos y gritó: “Más luz, quiero morir con más luz”. En ese momento recordé a Goethe.
Cerré la puerta, salí y me fui de madrugada, a la estación de autobuses a sacar un billete que me llevara a Pompeya a los pies del Vesubio.

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