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ESTUVE EN GHAZA, SIEMPRE DESTRUIDA, CON HOREMHEB FRENTE A LOS HITITAS

En mi familia, desde tiempos que no recordamos, siempre ha habido alguien que ha andado en una guerra santa; ya fuera en Alemania como católico frente a los protestantes allá por los siglos XVI y XVII o en otros tiempos más modernos de los que el horror se hizo dueño, como judío. Mi nariz y mi nombre, Norberto, me delatan; o como árabe defendiendo Córdoba frente a los cristianos.


No nos libramos, como no se libró nadie, de la Guerra de la Independencia matando franceses, ni de las guerras carlistas matando guiris, fundamentalmente herejes ingleses, que no eran más que un acortamiento de la palabra vasca `guiristino´, que para eso un antepasado mío fue carlista. También tuve uno isabelino que combatió en Alcolea; y de la Guerra Civil española ni hablamos, que los tuvimos en las tres Españas, dándose al mareo de la guerra o al exilio. Pueden leer mis dos novelas, Las mareas no suelen equivocarse y La máquina del mundo para que se hagan una idea.


«No es que nosotros fuéramos hacia la guerra, es que la guerra siempre vino hacia nosotros. Sería porque elegimos los lugares más envidiados para vivir», me dijo una vez Steersman, mi padre.

Seguramente era eso, porque he comprobado en estos casi cuarenta años como soldado que la destrucción y la guerra siempre tropieza en los mismos lugares y con la misma gente. La de vueltas que he dado para decir esto. Pero, claro, el tiempo que me ha tocado vivir me ha dejado pocas dudas al respecto.


No se lo creerán, pero he abierto un libro y a principios de semana ya estaba preparando los embastes de las bestias para acudir a las guerras de nuestro faraón contra el imperio hitita que desde Hatusa estaba expandiendo su dominio hacia el sur cuando, viendo los mapas de nuestro general Horemheb, divisé la ciudad que estaba sitiada por los hititas y que nuestro faraón iba a liberar: ¡Ghaza!

Ghaza, que siempre resiste porque siempre ha sido atacada desde hace miles de años desde el sur, desde el norte, desde el este y desde el mar. ¡Ghaza!, donde siempre se unen tiempo y espacio para su destrucción.


Dese Líbano, allá por Trípoli, hasta el Egipto he andado un poco, a veces un mucho, por esa zona, y siempre pensé que algún día el terror perdería su batalla y que las guerras de respuesta no tendrían sentido. Me equivoqué, tal vez porque el terror siempre es alimentado por los Hunosy por los Hotros.


Mientras limpiaba el carro de mi general Horemheb, le oí decir unas palabras que desde hace tres mil años hasta hoy en día siguen vigentes. Habla Horemheb, por boca de Mika Waltari en ese libro que me acompañó de niño y que me compró mi padre tras cruzar por primera vez el Canal de Suez. Habla Horemheb, general al servicio del faraón: «Gracias a la guerra, los ricos podrán imputar a los hititas todas las desgracias que asolarán al país, y el faraón podrá acusarlos del hambre y la miseria que reinará este invierno. Será, en efecto, el pueblo quien lo soportará y lo pagará todo y los ricos sabrán todavía sonsacarle lo necesario para compensar sus pérdidas y podré sangrarlos de nuevo. Este sistema es mejor que el de imponer impuestos de guerra, porque así el pueblo bendice mi nombre y me juzga equitativo. Porque tengo que velar celosamente por mi reputación, previendo el porvenir».


¿Con qué fuerza iré a la guerra contra los hititas después de haber oído sus palabras? ¿Más de cien mil de los nuestros iremos a la muerte por esto? Pero lo peor fueron sus últimas palabras: «Egipto tiene que conocer la crueldad hitita a fin de que se convenza de que no hay suerte más horrenda que la esclavitud de los hititas. Cuanto menos trigo haya en Egipto, más hombres se alistarán en mis ejércitos, porque saben que allí hay la medida de trigo llena e incluso cerveza.». ¡Que sufran, que sufran los egipcios para mi gloria!, creo yo que susurraba; aunque estas palabras no están en Sinuhé.


Todavía Ghaza es nuestra pero ya está casi totalmente destruida por los hititas: «Ghaza seguía resistiendo en Siria y, después de la siega, al empezar la crecida, Horemheb abandonó Menfis con sus tropas. Mandó emisarios a Ghaza, asediada por tierra y mar, y un navío que pudo forzar el bloqueo con sacos de trigo llevó este mensaje: «¡Sosteneos, defended Ghaza a toda costa!»


Sigo embastando las mulas cargándolas con agua y alimentos para atravesar el desierto, como han hecho los míos desde tiempo inmemorial y como un descendiente con mi sangre hará en Huesca y en Ávila dentro de 3.500 años. Ghaza cayó en manos del terror, promovido por los de siempre y ahora también sufre la respuesta. Ghaza siempre sufre, pero siempre resiste: «Mientras los arietes hacían temblar las murallas de la villa y las casas ardían sin que hubiese tiempo de apagar los incendios, caía un mensaje con una flecha: «¡Defended Ghaza, es la orden de Horemheb!» Y mientras los hititas lanzaban a la ciudad marmitas llenas de serpientes venenosas, una de ellas resultó contener trigo y un mensaje de Horemheb: «¡Defended Ghaza!» Yo no comprendo cómo esta villa pudo sostener el asedio de Aziru y los hititas»..


Voy a escribir con caracteres jeroglíficos una premonición: «Allá voy con mis mulas, embastadas con agua y alimentos, a la defensa de Ghaza. Espero que ese descendiente que también embastará sus mulas de montaña, con agua y alimentos en Ávila y en Huesca dentro de 3.500 años no tenga que ver Ghaza nuevamente destruida. Puede que los faraones y emperadores cedan su gobierno a personas más equilibradas en el arte de la paz. Que Atón, dios de bondad infinita, el que vivifica la Justicia y el Orden cósmico nos ayude con su inmensa magnanimidad». Y eso escribió un antepasado mío.


Y es que las guerras siempre tropiezan en los mismos lugares y con la misma gente.


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