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CUANDO LLEGUÉ A TRÍPOLI

  • norbertoruizlima
  • 7 ago 2020
  • 3 Min. de lectura

La búsqueda de Kurtz por el río Mekong me llevó al Corazón de las Tinieblas, a la dureza del colonialismo y al río Congo, donde Leopoldo de Bélgica cada atardecer debe regresar del séptimo anillo del infierno de Dante, para purgar sus culpas durante un par de eternidades.

Hay muchas maneras de contar las cosas, y todas modifican la realidad. Hay muchas maneras de contar las cosas, pero ninguna de ellas es verdad. Así comienza La Posada de las dos Brujas:

Este relato, episodio, experiencia —como ustedes quieran llamarlo— fue narrado por un hombre que, según su propia confesión, tenía en esa época sesenta años. Sesenta años no es mala edad, a menos que la veamos en perspectiva, cuando, sin duda, la mayoría de nosotros la contempla con sentimientos encontrados. Es una edad tranquila; la partida puede darse casi por terminada; y, manteniéndonos al margen, empezamos a recordar con cierta viveza qué estupendo tipo era uno. He observado que, por un favor de la Providencia, muchas personas a los sesenta años empiezan a tener de sí mismas una idea bastante romántica. Hasta sus fracasos encuentran un encanto singular.

Parece que el tiempo es una buena medicina para ser indulgentes con nosotros mismos y también hace que los libros reaccionen y sean capaces de cambiar la perspectiva del autor y del lector. ¿Será que el realismo como forma literaria nunca existió? Es posible.

La mente del hombre es capaz de todo, porque todo está en ella, tanto el pasado como el futuro. ¿Qué había allí después de todo? Alegría, miedo, tristeza, devoción, valor, cólera… ¿Quién podía saberlo?… Pero había una verdad, una verdad desnuda de la capa del tiempo. Dejemos que los estúpidos tiemblen y se estremezcan… Los principios no bastan. Cierto que la mente del hombre lo puede todo, el problema es cuando basa ese todo en el dominio de la mente de los otros.

Kurtz en eso, con impiedad y horror, era un maestro: “Dígame, por favor”, le pedí, “¿quién es ese señor Kurtz?” “Es un emisario de la piedad, la ciencia y el progreso, y sólo el diablo sabe de qué más”. “Nosotros necesitamos”, comenzó de pronto a declamar, “para realizar la causa que Europa nos ha confiado, por así decirlo, inteligencias superiores, gran simpatía, unidad de propósitos”.

Kurtz, ¿quién era ese tal Kurtz?

Nunca lo entenderéis. ¿Cómo podríais entenderlo, teniendo como tenéis los pies sobre un pavimento sólido, rodeados de vecinos amables siempre dispuestos a agasajaros o auxiliaros, caminando delicadamente entre el carnicero y el policía? ¿Cómo poder imaginar entonces a qué determinada región de los primeros siglos pueden conducir los pies de un hombre libre en el camino de la soledad, de la soledad extrema donde no existe policía, el camino del silencio extremo donde jamás se oye la advertencia de un vecino generoso que se hace eco de la opinión pública? Estas pequeñas cosas pueden constituir una enorme diferencia. Cuando no existen, se ve uno obligado a recurrir a su propia fuerza innata, a su propia integridad.

Cuando llegué a Trípoli sentí esa atmósfera asfixiante que se respira en la obra de Conrad. Casi me creí un Marlowe en un lugar donde parecía que abundaban los Kurtz, seres capaces de explotar el miedo, con palabras o hechos. Con barrios divididos en creencias, ideologías o razas…., y un Kurtz al frente de cada uno de ellos. Me dio la sensación de que era un lugar donde todos desconfiaban de todos, y me imagino que para muchos, vivir así podría ser intolerable. Todo lo viví con sorpresa. Con sorpresa y prisas. Aunque es posible que yo tampoco me ajuste a la realidad porque me faltasen sentidos suficientes para agarrar todos los matices, honestidad para contar con exactitud cuanto vi, algo de tiempo; y también porque creo que estas letras se han defendido desde el primer momento de mí buscando alguna independencia.

Abrí la ventana del coche y oí decir:

— ¿No habla usted con el señor Kurtz?

— Con ese hombre no se habla, se le escucha—, exclamó el otro con severa exaltación.

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