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CUANDO QUISE SER LAWRENCE DE ARABIA ESCONDIDO TRAS LOS SIETE PILARES DE LA SABIDURÍA


De niño yo quería ser mi padre, Steersman, y atracar en el puerto de Jaifa en la Guerra de los Seis Días, llevar carburante para las tropas norteamericanas en un petrolero al puerto de Hanoi durante la Guerra de Vietnam o atravesar un Canal de Suez en llamas, después de su nacionalización por parte egipcia. Y viajar lleno del Libro de Proverbios: «La sabiduría edificó su casa, talló sus siete pilares, inmoló sus víctimas, mezcló su vino, y también preparó su mesa. Y al falto de entendimiento le dice: “Vengan coman de mi pan, beban de mi vino que yo mezclé. abandonen la ingenuidad y vivirán, y sigan derecho por el camino de la inteligencia”». Pero no iba a ser tan fácil.

Como mi padre me explicó en una amena charla, mientras bebíamos, (que todos los marinos beben), que lo más importante de toda aventura era saber escribirla tocada por el arte y que para un espíritu como el mío no era la mejor opción estudiar Náutica y andar embarcado como marino mercante de acá para allá, cambié de idea.


«El arte, la escritura, ahí está el secreto», me dije. Y recordé que Thomas Edward Lawrence sólo le preguntaba a Bernard Shaw si sus Siete Pilares eran arte o no. Así que fui a mi buró donde descansaba mi humilde biblioteca de joven desnortado y agarré aquel primer libro que me había regalado mi madre casi diez años antes y volví a ojearlo. Con sus ilustraciones, sus conversaciones triviales o heroicas, sus vidas y aquel tiempo tan lleno de traiciones y combates; aquel libro tan manoseado de la editorial Bruguera, edición del año 1971, titulado Lawrence de Arabia de Elliot Dooley, dentro de la colección Joyas Literarias Juveniles.

Y, de pronto lo vi claro, yo quiero ser Lawrence de Arabia: «seré un soldado, me especializaré en Literatura e Historia, leeré todo lo que caiga en mis manos y seré Lawrence de Arabia». Y llegué de esa manera a la Academia Militar de Zaragoza, a estudiar Filología Española y a leer cuanto podía. Y por supuesto, a leer a Lawrence y poder escribir algún día una dedicatoria como la de sus Siete Pilares de la Sabiduría al joven que quería: «Te amaba, por eso a mis manos traje aquellas oleadas de hombres y en los cielos tracé mi deseo con estrellas. Para ganar tu libertad, alcé una casa sobre siete pilares, que tus ojos pudieran alumbrar por mí cuando llegáramos».


Pero claro, cuando persigues a Lawrence, y su posterior vida, adivinas que fue el hombre que luchó por su país y fue traicionado por su nación y por la contraria, que luchó por los árabes y que fue repudiado por éstos como traidor a la causa árabe de Feisal, que terminaron considerándolo un agente británico más que un amigo. «Tan alta meta atraía la intrínseca nobleza de sus mentes, y los hizo tomar generosamente parte en los acontecimientos, pero, cuando hubimos ganado, se levantó contra mía la acusación de que los intereses del petróleo británico en Mesopotamia habían sido puestos en peligro, y la política colonial francesa en Oriente Medio había quedado en ruinas.».

Lawrence no consiguió superar esta traición inglesa y francesa a su sueño. El sueño de crear un estado árabe con capital en Damasco se desvanecería por la traición absoluta de los plenipotenciarios británico y francés Mark Sykes y Georges Picot que aprovecharon la destrucción del estado otomano por los árabes con Lawrence a la cabeza para volver a establecer, como siempre las ambiciones de las potencias coloniales británicas y francesas, cuando Lawrence y los árabes le habían puesto en bandeja Áqaba, Gaza, Jerusalén y pusieron a tiro de piedra de los británicos Damasco. «La historia recogida en estas páginas no es la del movimiento árabe, sino la de mí mismo dentro de él. Es un relato de hechos cotidianos, de pequeños sucesos, de pequeñas gentes. No hay aquí lecciones para el mundo. Es un relato lleno de cosas triviales, en parte para que nadie confunda con la historia los huesos con quien alguien pueda hacer algún día Historia, y en parte por el simple placer de recordar el compañerismo de la rebelión».


Cuando Lawrence entra en Damasco con las tropas de Feisal, la decepción y el pesimismo es ya absoluto. Sabía que nada era como lo habían soñado y lo que era peor, sabía que lo que se avecinaba para el futuro (que hoy estamos viviendo) era la inestabilidad más sangrienta que podía darse por los acuerdos que habían hecho los de siempre, en este caso el ministro británico Lloyd George y el ministro francés George Clemenceau.

De ahí a refugiarse en la literatura, convertirse en soldado raso o viajar a la India y a Afganistán como un personaje incómodo todo fue un paso. Y fue escritor, que no se puede ser nada mejor.

—¿Es arte lo que hago con mi escritura?

—Claro, que es arte Lawrence, de lo mejor que se ha escrito en lengua inglesa.

Por eso, yo siempre que tengo oportunidad sueño que alguna vez escribiré como Thomas Edward Lawrence y, a veces, monto en dromedario con los tuaregs cerca del desierto cuando tengo oportunidad: «Todos los hombres sueñan, pero no todos lo hacen del mismo modo. Aquellos que sueñan de noche en las polvorientas recámaras de sus mentes se despiertan de día para darse cuenta de que todo era vanidad, pero los soñadores despiertos son peligrosos, ya que ejecutan sus sueños con los ojos abiertos para hacerlos posibles. esto fue lo que hicimos».








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