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ELLIS ISLAND, DONDE ME LLEVÓ GEORGE PEREC

domingo, 18 de diciembre de 2022

ELLIS ISLAND, DONDE ME LLEVÓ GEORGE PEREC


Yo no elegí las cartas que me tocaron jugar cuando repartieron la mano de la baraja de mi vida. Yo no elegí padre y madre, no elegí el color de mi piel, no elegí ni tan siquiera el país donde habría de nacer, ni elegí cuáles serían las fronteras que ocuparía la geografía a la que pertenezco. Ni elegí hambre ni opulencia. Ni tan siquiera mi poca o mucha inteligencia. Llegué aquí con las cartas que me dieron para jugar y reconozco que al nacer no llevaba una mala mano.

Podría escribir una autobiografía de la suerte si no fuera consciente de que hubo gente antes que yo que, con unas cartas no tan buenas como las mías, consiguió darle la vuelta a la partida de la vida, y jugar bien con un reparto de la baraja que parecía irreversible para que, dentro de sus posibilidades, mis cartas brillaran.


Cuando estuve en Ellis Island con George Perec, supuse que mi padre y mi madre, mi abuelo, mi bisabuelo tan dados a la emigración porque las cartas que le tocaron eran las del escaso trabajo y el duro vivir, pasaron por allí.

Dentro de una autobiografía probable, nuestros padres o nuestros abuelos podrían haber estado allí. El azar la mayoría de las veces hizo que se quedaran o no en Polonia, o que se detuvieran por el camino en Alemania, en Austria, en Inglaterra o en Francia.

Steersman contaba que ya en Barcelona empezó a pasar necesidades y ¡todavía tenía que llegar a Góteborg! A la tierra prometida, a Suecia donde el futuro se abriría para los desesperados como él. Por eso cuando estuve en Ellis Island pensé en todos ellos, esos que me quisieron tanto que se fueron a remotos lugares con el único objetivo de que a mí me tocará una buena mano en el juego de la baraja de la vida. Porque Ellis Island pertenece a todos aquellos a quienes la intolerancia y la miseria han echado y siguen echando de la tierra en que crecieron.

Ellos me hicieron saber que hay un lugar donde resuenan las dos palabras que fueron el corazón mismo de esa larga aventura: dos palabras livianas imperceptibles, inestables, huidizas, que reflejan sin cesar su luz trémula y que se llaman «errancia y esperanza».


Con los griegos descubrí que la palabra planeta significa errante, y que por eso todos, por más sedentarios que nos creamos, seguimos moviéndonos errantes por el inconmensurable universo.

Donde ahora paso mis días a casi todos se les reparten unas cartas con las que es muy difícil jugar la partida de la vida y, al hablar con ellos, te das cuenta de que llevan cosidas, como mi padre, como mi madre, las palabras errancia y esperanza. Y todos miran al cielo buscando su Ellis Island porque han visto o se imaginan que hay lugares donde los cansados, los pobres, las masas compactas de aire puro, los desechos miserables de la tierra superpoblada y los apátridas sacudidos por la tormenta pueden tener algo de esperanza. Aunque luego la antorcha de oro sólo sirva para quemar sus sueños.

Yo no olvido porque sé que:

Cuatro millones de inmigrantes vinieron de Irlanda,

Cinco millones de inmigrantes vinieron de Italia,

Seis millones de inmigrantes vinieron de Alemania,

Cuatrocientos mil inmigrantes vinieron de Holanda,

Tres millones de inmigrantes vinieron de Austria y de Hungría,

Seiscientos mil inmigrantes vinieron de Grecia,

Seiscientos mil inmigrantes vinieron de Bohemia y de Moravia,

Tres millones quinientos mil inmigrantes vinieron de Rusia y de Ucrania,

Un millón de inmigrantes vinieron de Suecia,

Trescientos mil inmigrantes vinieron de Rumanía y Bulgaria…

Y de vez en cuando me lo recuerda mi padre cuando me convirtió en ciudadano de Góteborg. Y también me lo recuerda la gente con la que me cruzo ahora que aún no ha perdido la esperanza de encontrar su propio Ellis Island.





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