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LA NOCHE QUE AMÉ A MARGA GIL ROËSSET


Ya saben que en la novela que estoy escribiendo ahora me encuentro viajando en tren desde Madrid hasta Sevilla, cuando los trenes daban tiempo a leer cualquier obra por extensa que fuese, rodeado de poetas y demás gente de mal vivir. Es el tren expreso y he pasado la noche en él.

Viajé tantas veces en ese tren que comprobé que todo, todo, era posible. Siempre que podía viajaba en litera en un compartimento de seis. Una noche tuvimos un incendio y ya pueden imaginarse; otra, un hombre murió de un infarto y tuvimos que andar dando explicaciones en Alcázar de San Juan; otra, hubo una pelea por el precio de unos mostachones de Utrera; otra, policías que vestían de paisano y eran auténticos armarios nos hicieron salir a todos menos a uno a quien le pidieron amablemente, poniendo su cara sobre la ventana, que abriera la maleta, se lo llevaron claro, otra… . Pero la mejor fue cuando yo andaba persiguiendo a principios de los años 90 a Marga Gil Roësset. Todavía la persigo por exposiciones y volúmenes. ¡Cómo olvidarla!

Ahora estoy escribiendo mi novela de un viaje en tren a Sevilla y he recordado aquella noche que me la tropecé en los pasillos del expreso.


Marga soñó con coger la luna que brotaba de sus ojos tristes. Marga tenía más talento que cualquiera de sus compañeros de generación, y una belleza infinita. Su precocidad como artista era sorprendente; y cada una de sus esculturas llegaban tan lejos que quien las veía también terminaban con su sensibilidad convertida en piedra. Marga, Marga, Marga. La joven asombrosamente atractiva de un talento avasallador, que enamoraba a su paso, condenada por envidiosos dioses a que sus ojos verdes nunca fueran correspondidos en el terrible campo del amor, como una Dafne desconsolada desde su nacimiento: Marga Gil Roësset, todavía no lo sabe, pero va a tomar una fatídica decisión. ¡Cómo puede evaporarse de esa manera tanta belleza!

«Martín miró la habitación 314 del hotel California, cerró los ojos y se encontró de nuevo en el compartimento tumbado en la litera. Isabel no aparecía por ningún lado. Por la ventana, las colinas, árboles y los caminos corrían a paso acompasado al ruido de los raíles. Está oyendo en el compartimento de al lado hablar a Marga y a Delhy. Hablan de pinturas, espacios y líneas que conforman mundos. Martín sabe que Marga saldrá del compartimento al pasillo la primera. Marga tiene dieciocho años y el escultor Victorio Macho ya sabe de su inconmensurable talento, pero también ha visto su inestable corazón para el oficio de vivir. Prefiere no contaminar su creatividad y no quiere educarla entre cinceles y buriles, es la excusa, pero ha descubierto su corazón, como lo ha descubierto Martín.

Martín cree que Marga nunca tuvo problemas de amores, que lo que tuvo fueron problemas de vida, de localización de su propio espíritu, un espíritu tan grande y tan salvaje. Él quiere hablar con Marga, intentará que esta noche de ella sea para él. Hablar no necesita tocar su belleza, no necesita nada más que adivinar su grandeza sabiendo como escribe ella que ese alto tren de los sueños que los lleva en su riel conducirá sus deslumbrados presos de una pena a otra. Ese es el problema de tener todas las costuras hechas para el arte y ninguna para la vida. Nunca será un problema de amor como todos escribirán para la historia, será un problema de alma que ella quiso excusar con el imposible amor. Marga, si podías haber amado al mundo. Tenías loca perdida de amor a toda la cantera, que se lo pregunten al pobre Juan de Ávalos que te veía cada mañana en ese venero apurando cinceles de gloria. Y Martín piensa esto y calla y recuerda su muerte sinsentido en las palabras de Marga, que pronunciará esa noche mientras están abrazados: «¡Tú dentro ya, tú fuera, tú ya libre, el vivo muere, el muerto es inmortal, sustancia voluntaria para más alta obra!».


«Tu obra es infinita», piensa Martín en su diario, «vivimos un mundo tan extraño, donde creemos que es grato el morir, leve la muerte contra el dolor. Marga, no sufras. No hay arte que se te resista y es el arte a quien fuiste a buscar con aquel revólver».

En ese momento ve salir a Marga y su morena belleza de ojos verdes del compartimento, ve salir la persona, posiblemente con más talento de su siglo; aunque, es mujer y es fácil que su talento lo diluyan hasta la más absoluta invisibilidad. Aprovecha su oportunidad y sale él a la vez: «Buenas noches, señorita. Discúlpeme, perdone el encontronazo, pero estaba tan absorto con unos versos de este libro, perdone el encontronazo, —repite —pero mire estos versos y dígame si no es para despistarse: Si tú espontáneamente me dieras un beso… y me atrajeras… así… espontáneamente… dejándome… oír en tu pecho latirte el corazón y un poco también la plata de tu voz». Ella no sabe que algún día escribirá esos versos en su diario.

Y sigo leyendo el diario del joven Martín: «Marga que buscas lo absoluto, ven conmigo a buscar esa paz que nadie supo darte, ya me gustaría pasar contigo la noche, tú esculpiendo mi cuerpo y yo recitándote versos al oído; no creo en el amor simultáneo, de dos corazones. Sé que tú, por ejemplo, puedes enamorarte de un hombre sencillamente porque te gusta; pero sabes que es difícil que al mismo tiempo el hombre que deseas se enamore de ti. Pero eso puede ocurrir esta noche contigo y conmigo soñando amor. Yo también te imaginé rubia y herida siempre por tu duro oficio. Tú, Marga, no te puedes morir triste, sin besos, ni corazón, ni voz de plata, ni versos; y como yo siempre imaginando. En imaginar se nos van los días. En ese mundo interior que nadie conoce ni siquiera nosotros mismos y que puede reaccionar de cualquier manera llevándote hacia la nada. Marga, contra eso tienes que luchar. Eres demasiado artista la más brillante de esta generación junto con Federico.

Ni te engañes ni te mueras de pena. Yo conozco ese final, he tenido en mi mano ese revólver y he visto tu obra expuesta antes de que tus manos de escultora movida por un corazón derramado entre arte y más arte, pero sin vida, destrozara toda tu obra. Menos mal que algo pudo salvarse. Y ahora estoy aquí, frente a ti, Marga, yo que tanto suspiré por ti; porque llegué tarde, unos cuantos años; o tal vez, todos mis antepasados fueron un poco lentos de reflejos y ninguno adivinó cuánto hubiera dado yo por conocerte. Y verte esculpir mientras yo intentaba escribir mis versos sobre un papel grueso satinado con una pluma de ave color púrpura, y ninguno de los dos imaginaríamos que la vida a veces nos lleva de una pena a la siguiente, evitando traer a la mente que también nos lleva de una alegría a la otra. Y a qué esperar, Marga, a qué esperar; siente ahora por primera vez algo que no tengas prohibido».

En ese momento, Marga mira a Martín con ojos de entender que ambos sufren del mismo mal de amores no correspondido; Martín por ella y ella por Juan Ramón. No sabe si en ese momento sabrá engañarse aún o se morirá de pena. Agacha la cabeza y en ese momento Martín le roba un beso. Ella lo acepta y deja de pensar en el revólver que esconde su padre en casa. Sin que por esa noche la muerte tenga prólogo y epílogo. Se deja besar nuevamente y hace el intento de mover sus manos hacia las caderas de ese amante que ha surgido del compartimento de al lado.


Y Marga, que oye el susurro, se atreve y le pregunta a Martín si en su compartimento hay alguien más. Él le contesta que no, que en ese momento está solo en la habitación 314 del hotel California. Ella no le entiende, pero lo toma como un sí y se empujan dos veces hasta entrar en el compartimento, tumbarse en la cama y arrebatarse a besos toda la ropa que marcan la frontera entre sus pieles y una voz leve, como un suspiro, le cuenta dentro de su cabeza que viva por una vez a su antojo; y está dispuesta a hacerlo. Mientras la besa,

Martín sueña que ella abre sus labios junto a su oído «… querría no quererte tanto … aunque mi única razón de ser … es ésa … y también mi única razón de no ser…». Martín suponía que Marga nunca había sufrido encontronazo de amor alguno como el que ambos estaban padeciendo y que era mejor ser suave como un leve lamento. Se amaron todo el tiempo que quisieron, sin pausa, durante la noche que duró lo que un sueño; sufriendo no el deseo de querer acostarse con una mujer, que en la vida de un hombre son casi todas, sino el deseo inconmensurable de querer dormir junto a una mujer, que en la vida de un hombre es una sola.

Tantas veces buscó su historia en el diario de Marga que la conocía como nadie. Buscó sus fotografías y le dedicó cuatro poemas que nunca se atrevió a publicar para que no lo llamaran loco. «A Marga Gil Roësset, muerto de amor; a Marga Gil Roësset en su laberinto; a Marga Gil Roësset, amor, amor, amor.»


Vio a Marga antes de cerrar los ojos, y fijó la belleza de su rostro en color ya que siempre la había visto en blanco y negro. Fijó su belleza para siempre. Deseó saltar del tren antes del amanecer y visitar la casa de Marga, acercarse a aquel buró, abrir el pequeño cajón con el tirador con forma de nereida y hacer desaparecer para siempre aquel revólver que sonará con palabras de muerte un 28 de julio de 1932.

Cuando despertó por la mañana en la habitación 314 del hotel California, pensó en los besos que compartió con Marga, se sintió mojado por todas partes y la piel la notaba pegajosa al tacto e imaginó todos los fluidos que recorrieron su cuerpo por la noche. Cogió su enciclopedia y buscó el nombre de Marga Gil Roësset suponiendo que no era verdad que Marga se suicidara con veinticuatro años de un pistoletazo cuando era la artista más prometedora de la Generación del 27; que nada de esto sucedió, que tuvo una vida plena, llena de amores y de encuentros y desencuentros tal como trata la vida a todo bicho viviente. Y se la imaginó alegre y con manos de diosa que conformaron toda la belleza del mundo sobre piedra o sobre mármol. Pero leyó: «… Y es que… Ya no quiero vivir sin ti… no… ya no puedo vivir sin ti… tú, como sí puedes vivir sin mí… debes vivir sin mí…», «Mi amor es ¡infinito…… La muerte es… infinita… el mar.… es infinito… la soledad infinita… … … yo con ellos… ¡contigo!… Mañana tú ya sabes… yo… con lo infinito… lunes, noche», «Pero en la muerte, ya nada me separa de ti… solo la muerte… … solo la muerte, sola… y, es ya… vida ¡tanto más cerca así… … muerte… cómo te quiero».

Y fue consciente que el pasado no se había movido un ápice y que sin duda, también se mostraría, como hace la naturaleza, insensible al dolor humano. Marga había muerto un 28 de julio de 1932 y Martín, como escribió en un poema, había llegado tarde a la cita con ella».









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