NACER UN DÍA DE ENERO
- norbertoruizlima
- 30 mar 2019
- 4 Min. de lectura
Nacer un día de enero y en la Otra Banda de la Argónida no tiene ninguna particularidad. Es un hecho cierto que el único suceso de nuestra vida sobre el que no hemos mediado, con voluntad o sin ella, es nuestro nacimiento.
Nací un 18 de enero de 1964 en la Otra Banda de la Argónida porque así lo decidió la insondable providencia, porque así me lo contaron y porque así aparece en el Registro Civil de Sanlúcar.
Un muchacha rubia, que cree que la vida está forjada con la espada de los dioses nibelungos que evocan la fiereza como norma de vida, con la escasez que llena de miedos el futuro incierto, con la justicia que solo iguala a hombres y a dioses en la riqueza y con dos o tres pesadillas que la persiguen siempre con carnívora insistencia desde la niñez, lleva postrada en una cama más de seis meses. Por prescripción médica.
La rubia mujer nibelunga ha tenido cuatro abortos de varones y no quiere que este último se le malogre; así que va a guardar reposo durante los meses que le quedan de embarazo. Con las hembras no ha necesitado ese prolongado letargo. Ese es el motivo de que mi casa fuera una casa de mujeres. No necesito jalar de los cabos de la experiencia para saber que un mundo hecho a la medida de la mujer sería un mundo menos violento, con otras hechuras, más aupado por las raíces de la vida que por las glorias de la muerte.
Pero sí, mi casa era una casa de mujeres. La rubia nibelunga no se sorprendió cuando adelanté mi destino y aparecí más muerto que vivo por entre las sábanas y, aunque no tenemos conciencia de nuestro nacimiento, solemos venir al engaño de este mundo bendiciendo nuestros días. Yo no engañé a nadie porque, en vez de alegrarse por mi nacimiento, todos lloraron de tristeza. Con setecientos cincuenta gramos de peso la matrona me puso en la mano de mi abuela Magdalena, y cuentan que le sobraba mano.
He de decir que no fui consciente de cuánto pasaba. Nadie recuerda nada de su nacimiento. Vine un poco maltrecho, sobre todo en lo que atañía a ingles y otras partes anejas; y la rubia nibelunga lloró por mí, porque pensó que ese dios bárbaro nórdico de la guerra me había condenado a la muerte, o a la vida en la desolación.
La rubia nibelunga lloró porque ni los dioses bárbaros, ni el Dios de las arenas que es inconmensurable, ni el Dios que entrega el libre albedrío, que creyeron que a mí no me sería concedido para consumar el pecado de la carne, parecía que habían hecho nada por mí.
Yo nací en casa de mi bisabuelo, como se nacía antes. Era una casa de marinos mercantes, donde las olas entraban con cada desembarco y donde, en la azotea, amarrados al trinquete las noches de viento escuchábamos mil y una historias sin final, porque como las arenas del desierto el mar es infinito.
Fui vikingo y bárbaro habitante del frío y del terror en Goteborg, fui griego dibujado en un pañuelo que me trajo mi padre de Creta donde el Minotauro, fruto del pecado, purga su pena, al igual que todos pensaron que yo purgaría la mía; fui romano asaeteado en esa columna de Trajano que mi tío compró en Civitavechia; luché contra los persas y luego fui persa y mi historia se contaba en una alfombra que trajo mi padre de la tierra del Sha; llegué a la India y guardo un pañuelo de seda, lleno de elefantes y Rajás que me regaló un soldado en una tierra hospitalaria y dolorida; volví a nacer en China, esta vez sano y alegre mientras recordaba la historia que contaba mi abuela de un niño que había nacido con 700 gramos de peso, fue sometido a cuatro operaciones antes de cumplir los cuarenta días, y que vivió entre botellas de agua templada envueltas en toallas muchos meses; y para que no lo olvidara se le condenó quince años a andar con bragueros que llevaba como un escondido estigma y que ataban su cuerpo para que las vísceras y las ingles no se le descolocaran.
Mi madre pensó que me estaría vedado el placer de la carne. Esos médicos que asustan tanto. De todos los dioses, la rubia nibelunga eligió al Dios de la humildad y la bondad para rezar, al Dios que sólo abre las puertas del Cielo a los pobres, aunque deje entrar en la Tierra a los ricos y poderosos en sus templos; eligió al Dios del perdón; y escogió, de entre todos, a Fray Escoba, para que abogara en mi defensa. Por eso, mi segundo nombre es Martín. Como San Martín de Porres.
Fray Escoba hizo su trabajo, la rubia nibelunga pidió, mientras metía bajo mi almohada escrito con su mano el poema Ítaca de Kavafis, que mi camino fuera largo y que numerosas fueran las mañanas de verano en que con placer arribara a bahías nunca vistas; y Fray Escoba se lo concedió y el Dios que entrega el libre albedrío decidió que yo pudiera beber de todos los placeres, o de ninguno, según mi conciencia.
Hasta el día de hoy los tres han hecho su trabajo, la rubia nibelunga, Fray Escoba y ese Dios infinito, creador de todo lo visible y lo invisible. Menos yo, hasta el día de hoy, los tres cumplieron su palabra.
Pronto volveré a hablar de otro de mis días.
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