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WILLIAM WOODSWORTH Y EL PASADO DEL ESPLENDOR EN LA HIERBA


Aunque nada pueda hacer volver la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos, porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo.


A lo largo de la vida, vamos teniendo encuentros que nos devuelven a esos momentos que vivimos en nuestra infancia y adolescencia de esplendor en la hierba, de la gloria en las flores. Esta mañana he tenido uno de esos encuentros. Un escritor me lo ha traído y yo he pensado que, una tarde de primavera, ya que el tiempo juega a su antojo entre pasado y presente en el ajedrezado tablero de la memoria, sería buen momento para recuperar a aquel William Woodsworth que leí siendo un joven bachiller por culpa de una joven, creo que era de Kansas, y de nombre Deanie.


En la memoria, aunque normalmente permanece oculto a mis miradas; sin embargo, el resplandor de aquel otro tiempo fue tan brillante que me alegra que vuelva sin yo pedirlo con encuentros fortuitos, porque esa belleza subsiste siempre en el recuerdo.

Después de leer a Woodsworth y de ver a Elia Kazan supe que nada de cuanto estaba viviendo en aquel momento de infancia, adolescencia y juventud duraría para siempre, y además, por bueno que fuese el desenlace, no se parecería casi en nada a lo que sucedería en el futuro. Nunca sería para siempre toda esa juventud que nos deslumbraba; ya fuera en infinitos baños en la playa en verano; o en la espera nerviosa a la puerta del Cinema, o en el primer beso, que jurábamos que duraría siempre, en La Plaza de los Cisnes teniendo como único testigo la estatua de la Infanta María Luisa; o el primer café en Malandar tocándonos los dedos.


Yo sabía, después de leer a Woodsworth, que, pronto, todo desaparecería para siempre, sin importar las mil promesas de amistad y amor eterno. Aunque mis ojos ya no puedan ver ese puro destello que en mi juventud me deslumbraba. Aunque nada pueda hacer volver la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo.


Y es cierto que con dieciocho años a los dos, a todos, nos llegaron los viajes y las fugas, las distancias infinitas, los mil errores y algún acierto que nos condujeron a lo más humano del sufrimiento adolescente; y que con el tiempo inspirarían ideas que a menudo se mostraban demasiado profundas para las lágrimas.

Pues sí, debido a esos encuentros que rascan en los recuerdos, esta noche he vuelto a coger mi manual de Literatura Inglesa y mi Antología de poetas románticos ingleses y he vuelto a recordar cuando subrayé y anote a lápiz varias veces las palabras «esplendor en la hierba»; y he visto de nuevo que tenía subrayado del poema Atisbos de la Inmortalidad en los Recuerdos de la Primera Infancia una estrofa que para mí, y seguro que para ti, fue profética:


El Cielo nos circunda en nuestra infancia; las sombras de la cárcel se le acercan. en cuanto crece el niño, pero la luz ve aún y su nacer, pues brilla en su alborozo. El joven, más lejano de Oriente cada día, es sacerdote aún de la Naturaleza, y la visión magnífica sus sendas acompaña; el hombre al fin advierte que se apaga y el día cotidiano lo absorbe entre su luz.


Esos tres estados he advertido hoy, casi sin darme cuenta, por esos cruces de caminos del pasado que siempre nos dan el encuentro en el futuro.


















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